miércoles, 10 de diciembre de 2014

La hoguera


Las hogueras se encendieron pronto. A las 8:00 la oscuridad se había tendido sobre las casas y las calles del pueblo desde hacía una hora antes. El frío era intenso. En la calle de Los Ladrillos todo estaba dispuesto: las chapas que protegían el asfalto, los aperitivos, los embutidos destinados a la barbacoa... No tardaron en acercar un mechero a la pequeña pira preparada al efecto en torno a un  poco de papel. Los troncos de almendruco prendieron  enseguida. Pasaban ya de dos decenas los años que llevaban amontonados en un rincón de la leñera. La gente se aproximó enseguida atraída por las llamas. La primera oleada de calor fue celebrada con alegría por los presentes. Un grupo se dispuso enseguida a acarrear leña: había que conseguir una buena provisión de brasas para cuando el grueso de los asistentes se presentaran muertos de hambre y ateridos de frío. Las parrillas estaba listas y el embutido a punto.También habían generosa provisión de otra viandas: empanadas, tortilla, aceitunas, guindillas valencianas... Para acompañarlas se cortaron en rebanadas un par de panes de aldea, traídos de Galicia para la ocasión, más tarde llegarían las 15 barras encargadas al panadero del pueblo. Enseguida, cuando las llamas se amortiguaron sobre las brasas, se dispusieron las parrillas con longaniza valenciana, chorizo, morcilla, panceta y costillas. Perdonamos finalmente a las patatas asadas pues el personal no pudo terminar los frutos del cerdo plenamente satisfecho ya tras las sucesivas tandas de asados. El vino, que corría generoso, algo hizo para facilitar la pesada digestión porcina. 

Tras matar el hambre la gente se dispuso a matar el frío. En corro se juntaron alrededor de la fogata buscando todos el calor de las llamas, pero también el calor de las hogueras interiores, la cálida llama de la amistad, la caricia del mutuo conocimiento, las chispas de la alegría compartida. Era el momento de las bromas, los villancicos, las canciones picantes, el disparate y el baile. Algo ayudó el ron guatemalteco que alguien hizo aparecer por allí y que mojaba estupendamente los mantecados caseros preparado por una de las asistentes. Luego vendrían el wisqui, los cubatas... 

Mientras las conversaciones proseguían en un rondó ininterrumpido durante horas yo me dediqué a observar la hoguera. Como me es difícil seguir los flujos verbales, me concentré en el baile de las llamaradas, en la aérea arquitectura de llamas efímeras, en la danza bruja del fuego contorsionándose sobre los troncos. Me fascinaba la imprevisible pirotecnia de las chispas, el festivo crepitar de las brasas. Observaba con atención el momento en que se rompía el precario equilibrio de los maderos amontonados. Me divertía el aliento cegador del humo a capricho del viento cambiante. Miraba fascinado como se inflamaba el metanol de la madera, como se consumía su celulosa lentamente...   

Los chiquillos, que hasta ahora habían pasado desapercibidos al estar jugando con sus móviles en el interior de la casa, se acercaron curiosos. Empezaron a arrojar palitos y papeles a la fogata. Uno de ellos vino con un cubito de hielo y lo arrojó a las llamas en un vano afán de que se inflamara: - No se enciende -contestó asombrado.

Y así, con la duración añadida de nuevos troncos, fue pasando la velada. Cuatro horas después, hacia la medianoche, los asistentes se fueron retirando. La noche de las hogueras, en la víspera de La Inmaculada, en Palomares del Campo había llegado a su fin.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario