Hacia las tres de la noche cerré el libro, pero ya no pude dormir. Imaginaba mi cama moviéndose bruscamente por el cuarto y sentía la fétida y helada presencia del demonio bajo el somier esperando que alguno de mis miembros sobresaliera por los bordes. No me atreví a moverme acurrucado en el centro del colchón. Sentía mi cuerpo próximo a una inevitable
posesión.
El saltar por una ventana, el huir entre las sombras, el recorrer un par de kilómetros en la noche salmantina y entrar en la oscuridad de la sala para contemplar el catálogo de horrores de la cinta se conjuran para sentir la película de un modo especial. Cuando días después recreé la historia con la novela en las manos, como ya he contado, no pude dormir.
Por primera vez ante una película sentí que, ante una posesión demoníaca, no podía hacer nada. Daba igual la voluntad, la bondad, la fortaleza... el demonio era invencible. Tan sólo una intervención divina en forma de exorcismo (y no siempre) podía devolverte a tu estado de persona humana. Esa horrible impotencia me pareció aterradora. Y jamás en la vida tuve tanto miedo.
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