jueves, 10 de septiembre de 2015

Viaje vida


Comencé el camino un día frío de octubre abriendo los ojos al final del túnel. Allí abandoné la gigantesca criatura que me traía al mundo como un Jonás expulsado por la ballena. Aún tardaría varios días en procesar la claridad que me envolvía; en tanto luces y sombras danzaban ante mí mientras averiguaba su significado. Poco a poco exploré las playas húmedas de mi piel y reconocí torpemente las rías de mis dedos, los cabos y penínsulas de mis extremidades.

En aquellos primeros años descubrí el continente de mi cuerpo. De cuando en cuando sufría el ataque de plagas devastadoras que arrasaban los campos: tenían nombres temibles como sarampión o gripe o anginas y dejaban el territorio devastado. Como un volcán en erupción sentí una noche mi piel contra la lava cuando caí sentado de culo sobre la lumbre. La tierra calcinada de mis glúteos tardó muchos años en reponerse de aquella erupción.

Tenía siete años cuando se resquebrajó el territorio de la pierna y se rompieron los diques de sangre roja sobre la piel. Aquel violento vertido pudo acabar con mi viaje si no se hubiera reparado pronto. Un año después fui a topar de frente, a la carrera, contra una columna de cemento que se interpuso en mi camino. El territorio del cráneo quedó colapsado durante minutos: inundado de sangre, incomunicado, caótico. Sobreviví al golpe, pero aún conservo cicatrices de aquel encuentro.

Durante muchos años abusé de mis paseos por el territorio de los ojos. Imprudentemente recorrí muchas veces de noche sus pasajes, apenas iluminados.  Me entretuve en buscar minúsculos tesoros forzando la vista. Contemplé desprevenido sus paisajes fosforescentes... Viajo desde entonces con la luz quebrada, solo enderezada por cristales curvados y pulidos.

En mi juventud visité el territorio del menisco. Allí, dentro de la rodilla, mi fémur saltó bruscamente encima de la delicada almohadilla donde se apoya sobre la tibia y se rompió. Desde entonces ambos huesos boxean sin guantes bajo la carpa de la rótula. Les llevo conmigo en perpetuo combate. A veces escucho los chasquidos de sus golpes al levantarme.

A los treinta año, en el mar tranquilo de la madurez, llegué a los escarpados barrancos del hueso temporal. Allí, colgado de la pared se encuentra el pabellón de entrada de una cueva profunda cueva escavada en la roca. En su interior las oscuras galerías están inundadas por ríos de endolinfa y se giran en espiral. Las corrientes de agua que las atraviesan hablan lenguajes misteriosos que solo la roca comprende. Aquellas cavidades semejan un caracol y al pasar en mi viaje por aquí escuché el rugido de un oleaje inexistente. Aquí el fragor de las olas era ensordecedor y algunos viajeros se arrojan al vacío intentando escapar del ruido infernal. Tras años de lucha logré encontrar la paz en medio de la tormenta, pero en ocasiones, la furia del viento se imponía con sus silbidos a la voluntad y la vence. Entonces enloquecía.

Después llegaré al territorio del páncreas, lugar lejano del que no sabía siquiera que existiera. En el ocaso de la vida crecerá como un sol poniente apretándose contra las nubes. Una fina y dolorosa lluvia que caerá sobre las latitudes de la vejez.

Al final de mi viaje quizás pierda la memoria de los lugares visitados; acaso llegue al país de las cosas sin nombre. Entonces vagaré sin rumbo por el laberinto gris de las circunvoluciones cerebrales sin encontrar la ruta de salida y esperaré aterrado que el Minotauro devore mis últimos recuerdos.

Entonces, agotado, el barco de mi vida encallará en las arenas blancas de unas playas limpias y remotas. Entonces miraré los mapas de la navegación, consultaré el cuaderno de bitácora que escribí robando horas al sueño y entenderé las cicatrices de mi cuerpo. Entonces comprenderé que he vivido. 

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