Desde que lo oí por primera vez me fascinó el nombre de este gigantesco felino prehistórico: "Tigre dientes de sable". No podía evitar imaginármelo con sus enormes y acerados colmillos escrutando entre los matorrales en la noche de los tiempos a la espera de algún neandertal distraído. Visualizaba su ataque potente, su contundente dentellada y su feroz canicería. En El Clan del Oso Cavernario, la primera de la sugerente saga prihistórica escrita por la canadiense J. Marie Aule, se describe una vívivda persecución de un león de las cavernas sobre Aila, la pequeña cromañón que, acabando de perder a su madre, vaga sola por los parajes del cuaternario. El león de las cavernas también ese era un carnicero formidable. Esos incisivos descomunales, magníficos, siempre han sido objetos totémicos, amuletos, para los humanos. Colgados al cuello, en la pulsera, cosidos al lóbulo de la oreja; han pasado a transmitir poder y señales de prestigio en todas las épocas. Hoy en día se conservan los enormes y marfileños colmillos de los elefantes, se elaboran impactantes collares de afilados dientes de tiburón, se cuelgan del cuello retorcidos colmillos de jabalí...
Yo he deseado fervientemente muchas veces encontrar algún canino de tamaño excepcional. Sabiendo que las piezas dentales es la parte del cuerpo que mejor se conserva a través del tiempo, he llegado a escrutar el suelo, en las proximidades de los abrigos rocosos, buscando alguna pieza prehistórica. Una vez encontré un incisivo de tamaño considerable. Aún lo conservo y, hoy mismo, dedico un rato a investigar quién pudo ser su ancestral propietario. Lo encontré al pié de un saliente rocoso en las proximidades del pantano del Atance, en las cercanías de Sigüenza. En la ladera que flanqueaba el camino se distinguían pequeños restos cerámicos. Ascendí hasta unas pequeñas terrazas que conservaban restos de un asentamiento. A unos cien metros, al pie de una parez rocosa apareció este canino. El sol y el aire han deteriorado su esmalte dejando una masa seca y porosa, pero se adivina su consisntencia de antaño cuando desgarró presas poderosas. Sus 7 cm de largo bastaron para penetrar el cuello de uros y caballos desgarrando sus arterias y provocando la muerte de otros grandes mamíferos.
Hoy, al contemplarlo, decido que he de volver en otra ocasión y buscar con más calma otros restos de aquella comunidad que quizás aún permanezcan enterrados a la espera de quién sepa encontrarlos. Entonces me rebelarán sus secreteos y seré famoso.
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