Una de aquellas historias transcurría hará unos 15 años, cuando mi tío ya pasaba de los 80. Aquel año se nos ocurrió acondicionar el viejo "pajarón" (estancia sobre las cuadras de los animales, adjunto a las paneras donde se guardaba el grano). El suelo tenía los viejos palos de roble medio podridos. Las paredes de adobe, con su peso insoportable sobre las vigas carcomidas, podían provocar un desplome sobre las cuadras en cualquier momento y boquetes de más de medio metro se abrían cerca de las paredes del fondo y en las esquinas, lugares maltratados por el agua que se filtraba desde el viejo tejado.
Decidimos derribar las paredes de adobe y retirar todo ese peso inútil. Al tiempo repararíamos y repondríamos el armazón del suelo con tablas y palos nuevo que aprovisionamos rebuscando por la casa. Con los centenarios adobes haríamos barro para trullar suelos y paredes. No teníamos ni idea de esta albañilería del barro pero logramos apañarnos bastente bien. Aquel espacio tan dividido por tabiques daría lugar a una estancia espaciosa que, con aquel suelo de tierra apisonada en el estilo ancestral de nuestros abuelos, sería incluso un sitio acogedor para hacer de dormitorio de visitas poco exigentes. Pronto se reveló como un lugar ideal para el descanso y la tranquilidad. Allí fueron a parar el viejo flexo, una sencilla mesa de madera y una vieja silla: estudios y oposiciones le deben horas de tranquilidad y eficiencia a esta espartana habitación. Allí fueron a parar viejos somiers, desechados conchones, remendadas mochilas... Se convirtió en el dormitorio más tranquilo y fresco de la casa , con el aliciente de una rusticidad que agradaba a propios y extraños.
Cuando nos pusimos manos a la obra, mis hermanos Migue Ángel, Luis y yo, quitamos uno a uno los viejos adobes y los pasamos por un agujero abierto en el suelo a la vieja cuadra. Armamos un polvo de mil demonios que dejó la leña y los trastos allí amontonados cubiertos por una capa de uno o dos milímetros de arcilla pulverizada. A mi madre se le encogía el corazón pensando en el día que tendría que limpira aquello. Fuimos derribando las paredes una a una. Poco a poco se abría un ámplio vano que aligeraba la vista tanto como el peso. Cuando nos dispusimos a abatir la habitación de Felicísimo (diminuto cuartito añadido hacía 60 años para dotar de alguna intimidad al hermano que quedó ayudando como labrador a la familia) mi madre recordó con nostalgia los detalles de aquellos días en que, niña, vivía con su hermano y sus padres. Nosotros con pico, cuidando de no derribar más de uno o dos adobes a un tiempo, fuimos desmontando aquel puzle arcilloso. Cuando llegamos al suelo raso una moneda apareció entre el polvo y los diminutos terrones: se trataba de una moneda de 8 maravedís de Fernando VII fechada en 1826 y con la ceca de Segovia. Seguramente formó parte de algún dinerillo que, por aquel entonces mi tío ahorró. Me pareció un descubrimiento entrañable. No era el primer hallazgo de una arqueología familiar que ya comprendía antiguas herramientas para trabajar el lino, la vieja capa donde mi tío sentaba a sus hijas mientras trillaba (toda arrugada, reseca y llena de agujeros ahora), un puñado de balas de la guerra civil ya oxidadas...
Cuando mi tió vino a ver la pequeña obra que realizábamos observamos un gesto de nostalgia por su pequeña habitación de muchacho. Luego, cuando le contamos el hallazgo de su moneda, asomó una leve expresión de tristeza: seguramente le había costado ganarla y le hubo de apenar perderla. Allí nos hicimos una foto para la posteridad. Y yo guardé aquel pequeño tesoro en mi caja, junto a mis otros fetiches. Aún la conservo.
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