La más antigua, en bendita sea la parte, me la gané de niño al caerme de culo sobre la lumbre que ardía en la trébede de la cocina de la casa de mi madre en el pueblo. Yo no recuerdo nada de aquel incidente, pero mi madre me lo contó. Y, un día, en escorzo ante el espejo, descubrí las irregularidades cutáneas dejadas por la quemadura un una de las nalgas y que yo, durante, decenas de años, no había advertido.
La más impresionante la obtuve a los cinco años, cuando al bajar la basura me enganché con una bolsa llena de cristales de botella produciéndome una horrible herida inciso contusa a la altura de la rodilla. Medio siglo después aún recuerdo la visión del chorro de sangre que salía a borbotones bañándome la pierna mientras corría escaleras arriba buscando la ayuda materna.
La única herida de "guerra" que poseo me la infligieron en aquel mismo barrio de Burgos. En este caso aún conservo el proyectil en el brazo, a la altura del codo. Tuvieron que pasar muchos años para que el perdigón que se aloja entre la musculatura se mostrara casualmente en una radiografía de tórax. El médico, que investigaba mi aparto respiratorio, encontró un brillante puntito en la articulación del brazo izquierdo. Palpó la zona y sintió un pequeño bulto: "Parece un perdigón..." -dijo-. Después del pasmo inicial, atando cabos y repasando imágenes archivadas en las profundidades de la memoria, pude trazar la historia de aquel proyectil. Era, evidentemente, la consecuencia de aquellas persecuciones de los matones del barrio armados con carabinas que por diversión disparaban contra los más pequeños e indefensos para amedrentarnos pero que, a veces, hacían diana (voluntariamente o no) sobre nosotros. En mi caso recuerdo haberme protegido en una ocasión entre las ruinas de un sótano y que la pandilla acosadora estuvo disparando contra las paredes con la intención de que nos alcanzara alguno de los proyectiles rebotados... Debió se ser así aunque, el pánico tuvo que hacerme olvidar el dolor, no presté mucha importancia a la sangre que brotaba de mi extremidad. Bastante tenía con huir aprovechando que, cansados de su juego cruel, se alejaron minutos después.
De otras pequeñas guerras infantiles, obtuve condecoraciones en forma de moratones, contusiones y descalabros... casi todas en las peligrosas dreas !a mano! o con tirachinas y que, semana sí y semana también, se organizaban en el Campo de Carbonilla; un extenso campo de batalla en el que aprendimos la trayectoria parabólica de los proyectiles con aprovechamiento "cum laude" y alternábamos la función de lanzador con la de diana.
También de aquellos años data la más seria lesión. Fue una honrosa lesión futbolística, producida por culpa de una traicionera zancadilla cuando corría impetuosamente tras el balón. No hubiera pasado de una aparatosa caída si no fuera porque se interpuso una columna de cemento de las que soportaban el porche del colegio Liceo Castilla. Choqué de frente con aquel pilar quedando inconsciente por un momento y sangrando escandalosamente. Los hermanos maristas, alarmados, me condujeron rápidamente a un centro médico. Aún, más de cuarenta años después, se observa una leve cicatriz en la frente.
Debí aprender a protegerme a partir de entonces porque no recuerdo lesiones de importancia hasta casi la edad de treinta años. En esas fechas fui objeto de herida de arma blanca autoinflingida con un afilado cuter al dividir unas cañas en plena clase para fabricar cometas de papel. El corte, al lado de la uña del índice de la mano izquierda, me dejó una cicatriz perfectamente visible hoy en día. Recuerdo el vivo escozor, el hueso que se veía al fondo del corte abierto en medio centímetro y la cara de pánico de mis compañeros cuando me llevaban a urgencias.
Y de las otras, más vulgares, nada cuento. Todos hemos pasado por uñas aplastadas, coscorrones imprevistos, dolorosos esguinces, raspones, escoceduras... Y de aquellas, las heridas interiores, las más dolorosa y profundas; tampoco contaré nada hoy. Pertenecen al álbum de los sentimientos. Todavía estoy haciendo la colección.
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