Así me lo encontré en la calle de Santander, en el Burgos de mi infancia. Fue en el mes de abril del año de la crisis de 2013, cuando los recortes arreciaban y el desempleo alcanzaba cotas jamás imaginadas. Me sorprendió tanto que decidí sacar el móvil y guardar la imagen de este hecho insólito. Naturalmente pensé enseguida en escribir un artículo. Era una situación excepcional que merecía una reflexión.
Durante unos instantes dudé en cómo titularla: "El lector mendigo" hace gravitar sobre el sustantivo lector el peso del sintagma, por contra "El mendigo lector" centra nuestra atención en mendigo con una atribución posterior de lector. Incluso, sobre la marcha, he cambiado el título más de una vez.
Podemos deducir algunas cosas del personaje: es extranjero evidentemente (puede adivinarse por el título del libro y la deficiente construcción sintáctica del letrero petitorio); está de viaje (la mochila y la ropa limpia y en buen estado no indican que duerma en la calle, bajo los cartones), cierto refinamiento en el vestir (vaqueros, cazadora, zapatillas de marca, gorra elegante...) incluso algún detalle notable como el pañuelo o braguero estampado en calaveras con que se protege la garganta. Es cuidadoso hasta en el detalle de haber comprado en "los chinos" una cestilla paras las monedas y haber contorneado todas las letras de su mensaje sobre el cartón.
Parece tomarse el limosneo como un pequeño negocio en el que no ha faltado cierta planificación: una inversión inicial (al menos la cestilla y el libro, un libro nuevo que está empezando a leer), una mínima escenografía (letrero de cartón como mandan los cánones, pero con letra cuidada, la cesta adelantada...) sin descuidar cierta comodidad: la mullida mochila, el cuidado abrigo, el entretenimiento de la larga espera con una extensa lectura...
Se diría que es su primera vez. Yo como transeúnte ocasional le descubro graves fallos de marketing para el negocio que pretende. Esas zapatillas, el libro... no inspiran la más mínima compasión. Acaso envidia a más de uno, que no habrá leído un libro en toda su vida. Habrá alguien que encontrará alivio a su frustración cultural con un ¡que se joda!, no lo dudo...
Más de una vez, he tratado de imaginar cómo sería mi vida si, por avatares de la fortuna, me viera obligado a vivir en la calle, como vagabundo sin techo ni posesión alguna. Me repugna mendigar pero, una vez puesto, con los escrúpulos arrinconados, no debe ser difícil aplicarse al negocio de la compasión ajena.
Recuerdo de niño la única vez que pedí. Para nosotros fue un juego que algún compañero experimentado nos enseñó. Se trataba de conseguir una monedas para comprar algunas cuches que en aquellos tiempos costaban mucho menos de un céntimo de euro. Se trataba de elegir a alguna señora mayor y bien vestida y, con carita de pena, pedirle unos céntimos para poder comprar un lápiz que necesitábamos... El caso es que, a algunos, les daba un resultado extraordinario. A mí me dio una vergüenza enorme y, cuando conseguí el preciado botín, casi me dieron ganas de devolvérselo a la señora y pedirla perdón entre sollozos... Con aquellas monedas traidoras, compré unas golosinas de sabor amargo. No volví a hacerlo más, pero la vida da muchas vueltas...
Podemos deducir algunas cosas del personaje: es extranjero evidentemente (puede adivinarse por el título del libro y la deficiente construcción sintáctica del letrero petitorio); está de viaje (la mochila y la ropa limpia y en buen estado no indican que duerma en la calle, bajo los cartones), cierto refinamiento en el vestir (vaqueros, cazadora, zapatillas de marca, gorra elegante...) incluso algún detalle notable como el pañuelo o braguero estampado en calaveras con que se protege la garganta. Es cuidadoso hasta en el detalle de haber comprado en "los chinos" una cestilla paras las monedas y haber contorneado todas las letras de su mensaje sobre el cartón.
Parece tomarse el limosneo como un pequeño negocio en el que no ha faltado cierta planificación: una inversión inicial (al menos la cestilla y el libro, un libro nuevo que está empezando a leer), una mínima escenografía (letrero de cartón como mandan los cánones, pero con letra cuidada, la cesta adelantada...) sin descuidar cierta comodidad: la mullida mochila, el cuidado abrigo, el entretenimiento de la larga espera con una extensa lectura...
Se diría que es su primera vez. Yo como transeúnte ocasional le descubro graves fallos de marketing para el negocio que pretende. Esas zapatillas, el libro... no inspiran la más mínima compasión. Acaso envidia a más de uno, que no habrá leído un libro en toda su vida. Habrá alguien que encontrará alivio a su frustración cultural con un ¡que se joda!, no lo dudo...
Más de una vez, he tratado de imaginar cómo sería mi vida si, por avatares de la fortuna, me viera obligado a vivir en la calle, como vagabundo sin techo ni posesión alguna. Me repugna mendigar pero, una vez puesto, con los escrúpulos arrinconados, no debe ser difícil aplicarse al negocio de la compasión ajena.
Recuerdo de niño la única vez que pedí. Para nosotros fue un juego que algún compañero experimentado nos enseñó. Se trataba de conseguir una monedas para comprar algunas cuches que en aquellos tiempos costaban mucho menos de un céntimo de euro. Se trataba de elegir a alguna señora mayor y bien vestida y, con carita de pena, pedirle unos céntimos para poder comprar un lápiz que necesitábamos... El caso es que, a algunos, les daba un resultado extraordinario. A mí me dio una vergüenza enorme y, cuando conseguí el preciado botín, casi me dieron ganas de devolvérselo a la señora y pedirla perdón entre sollozos... Con aquellas monedas traidoras, compré unas golosinas de sabor amargo. No volví a hacerlo más, pero la vida da muchas vueltas...
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