lunes, 8 de abril de 2013

¡Agua, San Marcos, señor de los charcos!


Me recuerdo, en mis 17, estudiando la nomenclatura química del agua. A este elemento (uno de la antigua tétrada de los alquimistas junto con la tierra, el fuego y el aire) se le atribuyen falsamente propiedades de inodora, incolora e insípida. Quizá por participar de nuestra propia esencia (somos un 75% de ella), quizás por saciación (nos rodea por todas partes); nuestros sentidos no sean capaces de distinguir esas cualidades que un ser extraterrestre, posiblemente, sabría apreciar. Sin embargo, yo formulaba sus nombres según la sistemática nomenclatura de la IUPAC y extraños olores asaltaban mi pituitaria, notaba un nuevo sabor al pronunciar esas fórmulas, distinguía colores inimaginados: Decía "óxido de dihidrógeno" y un gusto herrumbroso se deshacía en mi boca, recitaba "ácido hídrico" y un cóctel de limones y vinagre excitaba mis laterales linguales e irritaba mi nariz; sentía un tóxico ahogo cuando leía "monóxido de hidrógeno" y me estremecía al pronunciar "protóxido de hidrógeno" imaginando la explosión de un antiguo zepelin. Y es que los nombres se contaminan de significados extraños, de impostores que les impregnan con su marca ajena.
Pero agua, esa palabra de  pronunciación anhelante, de amplia abertura  al principio y al final, de gutural acogida en medio nos sugiere vida, felicidad, hermosura...Y cuando echamos en falta su presencia la fealdad, la tristeza y hasta la muerte nos avecinan. Por eso mi alma suspiraba  por ella. 

Y  por fin llovió. Celestes globos algodonosos se deshilacharon en hileras de perlas brillantes sobre la tierra reseca. Mi espíritu se alzó para recibir el collar de la vida. La lluvia, generosa, regó los campos, trasfundió su sangre a los anémicos acuíferos hispanos, llenó los embalses semivacíos, animó el caudal menguado de los ríos. Por fin brotaron los manantiales, cobraron vida los regatos, se llenaron los arroyos, rugieron los torrentes, atronaron las cascadas en medio del bosque. El agua resbalaba por las laderas barnizando los troncos acorchados, abrillantaba las hojas tempranas de la primavera, diminutas perlas transparentes vestían las florecillas que anuncian con su diminutas trompetas moradas el inicio de  los tiempos nuevos.

En el entreacto de aquella función meteorológica protagonizada por aguaceros, salimos rápidos en coche hacia el norte burgalés, allá donde encantadores vallecicos reúnen el líquido caudal de la lluvia. Visitamos lugares maravillosos de húmedos topónimos: Tubilla del Agua, Valtelateja, Pantano del Ebro, El Tobazo... pueblos maridados con el agua desde siglos como Orbaneja del Castillo... y, caminamos entre hayedos hasta la cascada de Soncillo donde el agua saltaba gigantescos peldaños con un ruido ensordecedor. Por doquier la tierra, llagada en mojadas cicatrices, manaba dulce sangre transparente. Pisamos la húmeda alfombra de las hojas caídas y extendidas a los pies de las hayas, batimos con nuestras botas el barro de la senda, apoyamos temerosos nuestros pies en las piedras interpuestas para salvar los arroyos. Y, frente a la cascada, envuelto en la nube de rocío que formaba el agua restallando, me sentí vivo. 

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