Pero agua, esa palabra de pronunciación anhelante, de amplia abertura al principio y al final, de gutural acogida en medio nos sugiere vida, felicidad, hermosura...Y cuando echamos en falta su presencia la fealdad, la tristeza y hasta la muerte nos avecinan. Por eso mi alma suspiraba por ella.
Y por fin llovió. Celestes globos algodonosos se deshilacharon en hileras de perlas brillantes sobre la tierra reseca. Mi espíritu se alzó para recibir el collar de la vida. La lluvia, generosa, regó los campos, trasfundió su sangre a los anémicos acuíferos hispanos, llenó los embalses semivacíos, animó el caudal menguado de los ríos. Por fin brotaron los manantiales, cobraron vida los regatos, se llenaron los arroyos, rugieron los torrentes, atronaron las cascadas en medio del bosque. El agua resbalaba por las laderas barnizando los troncos acorchados, abrillantaba las hojas tempranas de la primavera, diminutas perlas transparentes vestían las florecillas que anuncian con su diminutas trompetas moradas el inicio de los tiempos nuevos.
En el entreacto de aquella función meteorológica protagonizada por aguaceros, salimos rápidos en coche hacia el norte burgalés, allá donde encantadores vallecicos reúnen el líquido caudal de la lluvia. Visitamos lugares maravillosos de húmedos topónimos: Tubilla del Agua, Valtelateja, Pantano del Ebro, El Tobazo... pueblos maridados con el agua desde siglos como Orbaneja del Castillo... y, caminamos entre hayedos hasta la cascada de Soncillo donde el agua saltaba gigantescos peldaños con un ruido ensordecedor. Por doquier la tierra, llagada en mojadas cicatrices, manaba dulce sangre transparente. Pisamos la húmeda alfombra de las hojas caídas y extendidas a los pies de las hayas, batimos con nuestras botas el barro de la senda, apoyamos temerosos nuestros pies en las piedras interpuestas para salvar los arroyos. Y, frente a la cascada, envuelto en la nube de rocío que formaba el agua restallando, me sentí vivo.
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