domingo, 28 de abril de 2013

Mi madre es teleco

Alberto, el genial, tiene padres ingenieros. El papá es ingeniero agrónomo y ahora está en Canarias (imagino que diseñando algún cultivo insular a base de lapilli volcánica higroscópica, como los viñedos de Lanzarote). Su mamá, ingeniera de telecomunicaciones, fue probablemente una estudiante pionera en el estudio de esta carrera de prestigio, coto vedado durante décadas a su género.
Los "telecos" siempre me han parecido a una especie de secta, un club exclusivo formado por mentes muy capaces y disciplinadas que llegaban a ser expertos en la magia de la electrónica y los códigos informáticos.
Con una metodología genéticamente arraigada, asentada  además por años de estudio; esta mamá afronta los problemas de la vida con voluntad y sistema: una carrera difícil, la formación de una familia y la educación de los hijos, la construcción de su casa, la lucha contra el cáncer de su hijo menor, la difícil y larga terapia de la enfermedad.... Ahora ocupa el tiempo libre sobrevenido con la atención permanente a su hijo estudiando psicología a distancia. Durante meses la he contemplado inclinada sobre la mesita del salón leyendo sobre la pantalla del portátil, escuchando con sus cascos las lecciones de la UNED y anotando con una letra menuda y preciosa en su libretita de apuntes. Mientras, yo charlaba con su hijo desgranando los contenidos y conceptos de 4º de EP. Leíamos los textos de sus lecciones y a veces, con un placer impagable, divagábamos a gusto sobre los más peregrinos temas que surgían inevitablemente de la interacción de dos personalidades curiosas. Y así abarcamos temas tan exóticos como la evolución humana, la clonación, la resurección de los dinosaurios, la vida extraterrestre, la biología de los peces abisales, las etéreas fronteras políticas de algunos estados, distintos tipos de ofidios venenosos... ahora anda interesado en las características técnicas de los nuevos modelos de coches después de leer en la sala de espera de su consulta algunas revistas del motor y yo, lego absoluto en la materia, le escucho con cierta envidia: él es el profe en esos momentos. Abordamos divertidos la construcción de pequeños artilugios cientificos como periscopios, casetas meteorológicas, sofisticados planetarios, caleidoscopios, complejas figuras en papiroflexia...

Y su madre, con paciencia y disciplina prusiana (pero siempre con cariño y amabilidad) dispone los tiempos, coloca los materiales, organiza los espacios, vigila la agenda de deberes... Inculca en su hijo el aprovechamiento de los recursos sin la más mínima concesión a la frivolidad: usamos los cuadernos del hermano mayor a medio terminar, reutilizamos el papel de fotocopias o impresos en desuso, acabamos la tinta de los bolis (es el primer alumno que encuentro que ha tenido la perseverancia de acabar un boli con todos sus kilómetros de tinta hasta agotarlo completamente)...

¿Qué pensará esta madre del profe de su hijo, tan despistado como es? ¿Tan dado a improvisar, a la ensoñación, a salirse por la tangente... ? Yo la veo sonreír, alegre por que convierta el estudio en un juego, en una caja de sorpresas infinita. Ella está feliz porque su hijo espera con grata impaciencia la llegada del profesor y de que se despidan animosamente al acabar con una carga de inquietudes nuevas cada día. No es difícil, pues el profesor es también como un niño, nunca abandonó el espíritu de la infancia; acaso no llegara ni a la adolescencia...

Hace tiempo que quería, se lo debo, escribir un artículo sobre las madres de estos niños que apenas descubren la vida, ya han de mirar a la muerte a los ojos. Esas madres que son compañeras y apoyo, cariño y amor incondicional, certeza y esperanza en el oscuro horizonte que dibuja el paisaje de su  enfermedad... Desprenden una fortaleza extraordinaria. No sé imaginarlas en los íntimos momentos de dolor, de duda, que seguro soportan en silencio. Sólo veo sonrisas, optimismo, cariño. Encierran el miedo tras las paredes de su dormitorio. Delante de su hijo todo es luz. La luz que haga falta para iluminar la esperanza. Y los niños saben que su madre está ahí, que nada realmente malo puede pasarles.

2 comentarios:

  1. Tengo que decirte que me ha llegado al alma, he visto reflejado lo que siento cada día. Te aseguro que si admiro a alguien en esta vida es a mi mujer, la mamá de Andrea, la que siempre está ahí, la que nunca se cansa, la de la sonrisa permanente.
    Yo puedo ser el pilar visible, pero ese pilar descansa sobre unos cimientos que no se ven y que sostienen todo el peso, mi querida mujer, la mamá de Andrea, MIRIAM.

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  2. No sé si algún día, la mamá de Alberto, la del avatar con que ilustro la entrada y que hizo él mismo, leerá esto. Mi admiración por ella y por todas las madres que conocí quiero manifestarla. Yo, no sabría ser tan fuerte, tan cariñoso, tan importante... En esos momentos siento envidia, santa envidia. Querría ser como ellas. Pero no me sale: no tengo el don.

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