MICHELE PETIT. Antropóloga.
A mis catorce años, interno y junior en Arévalo, me encantaba la nocturna transgresión de leer bajo las sábanas. Anunciado el toque de queda con unas palmadas desde el pasillo, a la hora señalada, se apagaban las luces y nosotros, retirados en nuestra habitación individual, debíamos apagar las luces. El cristal translúcido de la puerta delataría nuestro desvelo y a partir de las 11, lo prescrito era dormir. Sin embargo muchos de nosotros intentábamos algún tiempo más a la jornada en un acto íntimo y protegido, con un cierto sentimiento de culpa que lo hacía aún más excitante.
Para la ocasión cada cual se ingeniaba como podía. La mayoría usábamos linternas pero las pilas se agotaban rápidamente y algunos habilitaron un sitio en su armario ropero y, a la luz de una vela, leían acurrucados su novela favorita. No sé cómo alguno no se axfisió en medio del aire enrarecido de aquellas largas veladas. Por otro lado había que estar pendientes de no dejar la mínima rendija pues los hermanos vigilaban el pasillo dando periódicos paseos.
En aquel año yo había comenzado la lectura del Quijote. Lo hice sobre un viejo ejemplar de papel amarillento y quebradizo que encontré entre los viejos libros de la casa del pueblo. Tenía las tapas rotas y gastadas y las hube de remendar. Fue elección voluntaria lo que hio que no le odiara, como suele ser frecuente en los obligados deberes escolares. En su letra diminuta encontré historias de moras enamoradas y largas aventuras en territorio turco. Abierto al azar, esos capítulos -tan alejados de las selecciones habituales- fueron los que merecieron entonces mi atención.
Aplasté concienzudamente los bordes de la manta sellando completamente aquel espacio. Debía estar ya completamente opaco. Esperé... De nuevo sonaron otra vez los golpes, esta vez apremiantes... Asustado opté por apagar la linterna y esperar que el hermano se sintiera así satisfecho y se fuera. Pasados unos segundos, de nuevo los golpes, esta vez irritados. ¿Cómo era posible que aún viera luz si ya había apagado la linterna? Aparté violentamente las sábanas y di un brinco en la cama. Entonces, para mi sorpresa, me encontre con mi habitación perfectamente iluminada: ¡Me había dejado la luz encendida!
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