Hubo un tiempo en que tuve 9 años y vivía en un barrio de Burgos que me permitía abandonar rápidamente el casco urbano, cruzar la delgada franja industrial que en aquella época la rodeaba y adentrarme enseguida entre campos agrícolas y caminos se servidumbre para antiguos tractores.
Compañeros de aquel tiempo eran los chicos del barrio y los compañeros del colegio que nos juntábamos y salíamos a recorrer los campos hasta distancias que se nos hacían lejísimas (hoy en día he comprobado que no era para tanto). Explorábamos los interminables campos de labor, hacíamos pequeñas cabañas en algún escondido rincón y rebuscábamos entre ruinas y descampados con la esperanza de encontrar escondidos tesoros o, al menos, algo que nos sorprendiera.
Uno de aquellos días atravesamos el extrarradio, cruzamos el circuito de motocros de S. Isidro y nos alejamos hasta unos sembrados sitos en lo que hoy en día es un polígono comercial. Casi podría jurar que en el lugar del que voy a hablar se alza hoy en día un concesionario de automóviles Wolswagen.
Compañeros de aquel tiempo eran los chicos del barrio y los compañeros del colegio que nos juntábamos y salíamos a recorrer los campos hasta distancias que se nos hacían lejísimas (hoy en día he comprobado que no era para tanto). Explorábamos los interminables campos de labor, hacíamos pequeñas cabañas en algún escondido rincón y rebuscábamos entre ruinas y descampados con la esperanza de encontrar escondidos tesoros o, al menos, algo que nos sorprendiera.
Uno de aquellos días atravesamos el extrarradio, cruzamos el circuito de motocros de S. Isidro y nos alejamos hasta unos sembrados sitos en lo que hoy en día es un polígono comercial. Casi podría jurar que en el lugar del que voy a hablar se alza hoy en día un concesionario de automóviles Wolswagen.
Éramos tres en la pandilla. Corríamos alborozados divirtiéndonos con juegos olvidados. Uno de nosotros llegó a ver en medio de un ámplio trigal la discordante nota de color de dos sillones de automóvil rojos que alguien, posiblemente otros chiquillos, habían transportado penosamente hasta allí. Era una cosa tan improbable que nos impulsó a llegar hasta ellos pisoteando la mies hasta justo el centro del sembrado: ¿Que hacían los asientos de un coche en medio del campo de mies a modo de surreal sofá?
Cuando llegamos nos repamplingamos enseguida excitados y gozosos retozando divertidos bajo el sol de junio. Jugamos a ser arriesgados pilotos conduciendo por cirtuitos imaginarios. En medio de esta fantasía yo, sentado en un asiento individual enfrente del asiento trasero de dos plazas, veo que mis amigos se levantan súbitamente y echan a correr presos del pánico hacia la linde del campo. Yo, desconcertado, tardo un momento en reaccionar y, al segundo, noto un tirón en la oreja derdecha al tiempo que una voz ronca de cólera me increpa y amenaza:
- ¡Os parece bonito destrozar el sembrao así! ¿No tenéis otro sitio pa jugar? ¡Yo os enseñaré...!
Y en esto me hizaba agarrando fuertemente la ternilla de mi pabellón auditivo mientras yo me quejaba y lloriqueaba poniéndome de puntillas para suavizar el tirón que estaba a punto de arrancarme el delicado miembro. Así sujeto, a rápidas zancadas, me sacó del campo de trigo hasta el camino y allí alzó el puño libre y lanzó las últimas amenazas a mis amigos que, ya a lo lejos, corrían como almas en pena. Me quedé solo. El labriego no dejaba de de reñirme y amenazarme:
- ¡Te voy a llevar a la Guardia Civil! ¡Te van a meter en un reformatorio...! ¡Me vas a pagar to el grano estropeao!
Yo estaba aterrorizado y no dejaba de llorar. La oreja me dolía terribleblemente y aquel señor no aflojaba ni un instante que me permitiera echar a correr. Aduvimos dos kilómetros hasta penetrar en el casco urbano y el dueño del sembrao seguía aprentando. Preguntaba:
-¿Dónde vives?, que te voy a llevar a tus padres y me van a tener que pagar to lo que has destrozao...
Ante esta amenaza quedé aterrorizado. Si se enteraban mis padres era el fin. Por primera vez en mi vida mentí, con el atenuante de la supervivencia. Inventé una dirección falsa lo más deprisa que pude y recé para mis adentros para que en el trayecto hasta allí tuviera una oportunidad de huir.
Al poco, el labriego, se fue apaciguando y ya sea por la imagen que presentábamos en las calles, ya sea movido por la compasión, acabó por soltarme y, tras un duro sermón, me dijo que fuera a casa no sin añadir que visitaría a mis padres en la dirección proporcionada para contarles mi golfería.
Marché a todo correr. Miré varias veces para atrás no sea que aún me persiguiera, No paré hasta casa y supliqué a Dios no encontrarme otra vez con ese hombre, más aún, después de que comprobara que le mentí al darle mis señas.
Así, con la oreja ardiente y una vergüenza insoportable, me presenté en el barrio donde encontré a mis dos amigos a los que no quise ni saludar. Subí a casa y me encerré en el baño un largo rato. La oreja continuó roja un día entero. De nada sirvieron las muchas veces que la refresqué con agua en mi larga estancia en el servicio.
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