Las otras estancias también tenían interés: las habitaciones de arriba, sobrias y arregladas, a las que casi nunca subíamos; las habitaciones de "ca Isaac", la casa contigua a la que se accedía por otra puerta desde la calle con sus paredes desnudas cubiertas de barro toscamente trullado y siempre llenas de baúles, cajas, calzados viejos; la propia cocina donde ardía un fuego manso y controlado y donde cocían unas patatas en viejas y renegridas latas de conserva...
Cuando era crío bien me gustaba esconderme en el hueco de las escaleras, allá donde estaba el arca del pan y la zapatería de toda la familia. Era el sito preciso: piso de tierra apisonada justo antes de la entrada a la zona pavimentada y cerca de la puerta que daba al patio, cuyo suelo estaba muchas veces embarrado. Un lugar de devoción era la despensa compuesta de dos estancias. Una más pequeña tras una entrada cubierta con una cortina. Estaba llena de estantes (era el lugar de las galletas) y otra mayor con un ventanuco que daba al patio. En esta última se instalaba la vieja carral, que hizo el viaje hasta Sahagún varias veces para volver llena de vino de Toro y que últimamente se llenaba con camiones cisternas que acercaban el vino hasta la misma puerta. Muchas veces fui el encargado de llenar la botella de vino que, antes de las comidas, mandaba mi tío rellenar insistiendo siempre en que cerrara luego la canal. Algunas veces entré y fisgué este lugar pleno de olores rancios y aromáticos a la par. Algunas gotillas de vino, a morro contra la espita, probé yo en aquellos tiempos.
El lugar habitual para entrar en la casa era el portalón. Dos grandes puertas verdes daban a la calle en la última casa del pueblo. Más de una vez el agua las había traspasado inundando el patio cuando se desbordaba el río Avión, tras las grandes lluvias de primavera, por ser la casa más baja del pueblo. Normalmente estaba allí atado alguno de los perros que mi tío usaba para ayudarse con las ovejas y las vacas. Perros fieles y sufridos que arriesgaban su vida entre las patas de las vacas mordiendo sus pantorrillas y expuestos a las coces que los animales soltaban al azar. Así es que muchas veces no se cerraban sus puertas y se dejaban al cuidado del perro que estaba allí atado.
Un día de verano otro chico del pueblo y yo buscábamos la manera de pasar la tarde. A mí se me ocurrió enseñarle la casa de mi tío. Cuando llegamos no había nadie. Conociendo que las puertas del portalón estaban abiertas, decidí enseñársela personalmente. Entramos sin encontrar oposición en el perro que me conocía y le mostré los rincones más interesantes del patio: la hornera, las cuadras, el pajar, las paneras... La puerta interior de la casa estaba cerrada con un pasador. Excitados con la aventura utilizamos una navajilla para correrlo suavemente a través de la holgura de la puerta. La abrimos y pasamos dentro. Exploramos todas las dependencias que tan bien conocía y mostré a mi amigo todos los secretos de la planta baja. Luego subimos a las habitaciones y empezamos a registrar las mesillas. En una de ellas aparecieron unas enormes pastillas, grandes como galletas. No nos imaginábamos quién podría usar unas pastillas tan grandes. No sé muy bien cómo surgió entre nosotros el reto de comérnoslas. Al final me embarqué en una apuesta sobre si era capaz de comerme una de las pastillas. Cuando estaba a punto de tragármela y demostrar a mi incrédulo compañero que ganaría la apuesta se oyeron voces en la planta baja. Mis tíos acababan de llegar. Aterrados no nos atrevimos a movernos de la habitación. Algo debieron sospechar mis tíos porque enseguida subieron y nos sorprendieron con la mesilla abierta y las pastillas en la mano.
-"Pero chiquillos, ¿qué hacéis?". No juguéis con las pastillas de las vacas. Se las damos cuando están muy malas, que se mueren...
- ¨¡Glup!, qué poco faltó..."
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