El día 10 de enero, a sus 97 años, falleció mi tío Felicísimo.
Si hay algún arquetipo, algún modelo, de lo que debe ser un tío; el tío Felicísimo lo encarnaba. Para un niño de pocos años, para su sobrino, era una persona muy importante. Era él quien poseía la mayor parte de las cosas que valían la pena: una casa en los límites del pueblo cercana a un pequeño arrollo, vecina de altos chopos y próxima al río; un hogar lleno de recovecos son su cuadra, hornera, pozo, desván, gallinero y leñera; un establo siempre lleno de animales donde nunca faltaron las vacas y los cerdos pero que muchas veces convivieron con burros, gallinas y perros; unos objetos fascinantes como balas y cartuchos, o granadas italianas de la guerra, o una pavonada bayoneta... Él poseía los mágicos conocimientos para pescar cangrejos a mano, guiar el carro y hacer obedecer a los perros; tenía los fantásticos recuerdos de una guerra que en sus relatos se hacía amable y hasta divertida; poseía la misteriosa sabiduría de los campesinos que amasan el pan con sus manos, que miran al cielo adivinando la lluvia o prediciendo la helada; estaba en el conocimiento de todos los nombres de los campos, de arroyos, de plantas, de esquivos animalillos del campo... Sabía ser guasón y burlón como un niño; se sentía bien entre ellos montándoles en su trillo, llevándoles en su carro, dejando que le acompañaran como pequeños boiceros, permitiendo sus juegos alrededos de las innumerables faenas campesinas diarias. Gustaba de encargarles pequeñas trabajos: sujetar la lata en el trillo cuando las vacas están a punto de deprenderse de la boñiga, rellenar la botella de vino desde la carral de la despensa...
Quienes le conocieron de joven, rubio a lo Robert Reford, saben que tuvo que dedicarse desde niño a ayudar en las faenas del campo. Saben que acudió voluntario a guerrear contra quienes, pensaba, amenazaban sus más firmes creencias. Él mismo, cuando mi tía estaba "a los médicos" y la enfermedad le obligó a permanecer tantos meses en Madrid, escribió sus aventuras de aquellos tres años de guerra fraticida en la que también convivió con "sinvergüenzas" italianos y "amigables" marroquíes.
Quienes le tratamos en la edad madura sabemos de su esfuerzo incansable, de su espíritu emprendedor, de su habilidad para reparar su casa, sus herramientas y fabricar ingeniosos cobertizos y tejados.
Vivimos con él aquellos días largos, sin horario laboral, en los que se hacían tantas cosas. Compartimos a veces con él las innumerables rutinas diarias: salir a arar al amanecer, segar la hierba, dar de comer a los animales, soltar las ovejas y las vacas al toque correspondiente, dar de comer a las gallinas, recoger los huevos, echar salvado y paja a las vacas, cocer patatas viejas para los cerdos, ordeñar a las vacas, sacar agua para los animales, cambiarles el lecho de paja, cavar una nueva zanja para riego, hacer el pan, cosechar cerca de Rabanillo, aprovechar una suerte de leña... siempre agitado, siempre impaciente por hacer más y más deprisa, desviviéndose por exprimir al día sus escasos minutos...
Cuando le llegó la jubilación tuvo que sacrificar su campesina inquietud, a veces años enteros, viviendo en la gran ciudad donde halló entretenimiento y consuelo recordando y escribiendo historias de su vida. Aprovechó lo que pudo aún para continuar con la forma de vida que conocía y entendía, la vida del campo, y aún cavó su huertita donde plantaba tomates, lechugas... aunque a veces no recordaba donde plantara las cebollas.
Al llegar la vejez, cuando las fuerzas apenas alcanzan para sustentar un mínimo aliento de vida, permaneció en su casa en los límites del pueblo, al cuidado de sus hijas, esperando las visitas de sus nietos, sobrinos y conocidos; de su hermana y cuñado en el verano con los que jugaba diaria partida hasta casi el final de sus días. Aún llegó a ver a sus biznietas y, conociendo que había cumplido su deber en esta tierra, se dejó morir en la compañia de sus hijas y hermana. Una muerte mansa, sin una queja, como toda su vida.
Ahora descansa en el pequeño cementerio de su querido pueblo de Ayuela. Un frio sol de invierno ilumina el nicho de su tumba, casi pegado a la tierra que tanto amó. Frente a sus familiares y amigos, con el fondo incomparable del arroyo Valcuende y el monte Santa María, descansa en paz Felicísimo, mi tío.
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