A mis nueve años mis maestros me fascinaban. Aquellos individuos poderosos, de negro hábito, rostros serios, emociones indescifrables, ágil entendimiento, sapiencia infinita, autoridad indiscutida, voluntad de hierro y energía incombustible eran admirados y envidiados por mí.
No es de extrañar que, como pasa a muchos niños y niñas desde siempre, cuando nos preguntaron en una encuesta escrita lo que querríamos ser de mayores, deslizara ingenuamente la peligrosa respuesta de "Hermano Marista".
Una acción sencilla y aparentemente intrascendente pero que determinó los siguientes 7 años de mi vida y marcó fuertemente mi personalidad para el resto. Aún hoy, la brújula de mi vida deriva sesgada por los hierros adosados entonces en su esfera, sector adolescencia.
A la semana siguiente un grupo de compañeros fuimos reunidos aparte y tanteados sobre nuestra respuesta: ¿De verdad nos gustaba ser maristas? ¿Nos gustaría visitar un colegio donde estudiaban niños que iban a ser maristas? ¿Nos apetecería pasar un día de convivencia con ellos?
Una experiencia de ese tipo resultaba excitante. En aquellos tiempos apenas hacíamos excursiones así que ir de convivencia, jugar un partido de futbol, asistir a representaciones teatrales, comer gratis... era prometedor. Aceptamos encantados y, rápidamente, se organizó una visita al Juniorado de Miraflores, en el mismo Burgos, al lado de la Cartuja.
Fue un día maravilloso, todo fiesta y alegría: el partido de fútbol con camisetas y sobre un campo enorme, la estupenda comida en un animado comedor, la representación teatral a cargo de los juniores, la sala de juegos, la piscina, la espléndida huerta... Volvimos encantados y dispuestos para repetir pasárnoslo siempre tan bien como aquel día. Era como la excitación de Pinocho ante el parque de atracciones.
En las semanas siguientes fuimos llamados de uno a uno y examinados por el hermano reclutador. Era este un personaje curioso. Antiguamente su misión consistía en visitar los pueblos, hablar con el cura y el maestro, conocer los alumnos más aplicados y listos, contactar con sus familias y proponerles el ingreso en la congregación con los argumentos de cursar buenos estudios, recibir formación cristiana, cuidado y la alimentación garantizada a un precio muy módico y en algunos casos gratis. Por la época que nos ocupa, su papel estaba más acotado a los propios centros maristas. La selección previa ya la tenían preparada tras la citada encuesta. Los niños ya estaban predispuestos tras la visita al Juniorado.
En aquella entrevista me preguntaron un montón de cosas. Fui concienzudamente examinado en aspectos religiosos y doctrinales. Recuerdo también que hice algún test de inteligencia. De aquella conversación tengo grabada en la memoria una pregunta sorprendente. Con el fin de explicar mejor a mi pequeña cabecita la grandeza de la misión que me aguardaba en la congregación me preguntó (era casi una pregunta retórica, por lo evidente -para él- de la respuesta):
-Mira, tengo aquí un caramelo y esta preciosa radio. ¿tú qué prefieres?...
Mi cabecita se puso a pensar a toda máquina. ¿Por qué me hará esta pregunta tan rara? Seguro que trata de probar mi humildad. No debo desear cosas tan valiosas... -
Así que le respondí que el caramelo. El hermano reclutador abrió mucho los ojos y me miró sorpendido. ¡Acaso este mocoso no es tan listo como parece...!
- ¿Y por qué prefieres el caramelo? La radio es mucho más valiosa...
De nuevo mi pobre cabecita pensando a toda máquina: -¡Vaya, he metido la pata! Está clarísimo que debía haber querido la dichosa radio... ¿Cómo arreglo esto?... -
No sé como surgió, pero salí del paso con una respuesta improvisada que le dejó boquiabierto.
- Porque sabía que una radio nunca me la llegarían a dar, en cambio el caramelo...
Tras la entrevista pasé a ser objetivo preferente para el hermano reclutador. Se preocupó de todo para que entrara en el juniorado el año siguiente. Habló con mis padres, negoció una beca, me preparó espiritualmente para el ingreso... Y durante los siguientes 5 años, aún preguntaba y se entrevistaba conmigo cuando le era posible. Y yo procuraba no decepcionarle.
Así ingresé como aspirante en la congregación marista. Y cuando yo le explico a mi madre los refinados procedimientos de captación que manejaba la orden, ella me insiste que no era así. Que fui porque quise. Me lo dice ella, que cuando nací, me ofreció a Dios para su servicio como primogénito y según la costumbre familiar de tener algún hijo en el clero. Para mi madre las repetidas consignas, los rosarios diarios, la misa dominical sin falta, las catequesis, la estricta educación cristiana, la admiración por el clero... no fueron influencias para que tomara esa decisión. Decidí libremente. Sí.
viernes, 11 de noviembre de 2011
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