Con cierta desgana pasé al despacho del Hermano Prefecto. El hermano Melchor era una persona exigente, seria. Su mirada inquisidora se ancló en mis ojos y después de un breve preámbulo me dijo: - "Creemos que no tienes ninguna cualidad para ser marista". Atónito, incrédulo; me atreví a replicar: - Pero, ¿ninguna?...- Me resultaba inconcebible que, tras 6 largos años compartiendo parte de mi infancia y adolescencia en periodos de formación, en cercana intimidad; se dieran cuenta ahora de que no tenía "ninguna" e esas cualidades. Cierto que tengo un caracter especial, una rebeldía innata, un temperamento que puede ser calificado de apático por quienes no me conocen bien; pero...¿ninguna?
El hermano Melchor permaneció largo rato en silencio mirándome mientras yo digería dificultosamente el amargo trago. Finalmente comprendí que el veredicto era inapelable y respondí: - "Pues si no tengo ninguna cualidad, tendré que irme". El hermano prefecto asintió: - Es lo mejor.
Me daba perfecta cuenta de lo trascendente de aquella decisión. Suponía un cambio brutal en mi forma de vida. Uno acaba acostumbrándose a la rutina de los días, a los hábitos cotidianos. Devuelto al mundo libre te sientes como esos presos que no quieren salir del penal, que no saben vivir afuera. Lo sabía pero me negaba a aceptarlo. Intentaba diferir mi marcha. Finalmente el hermano Melchor me llamó de nuevo:
- ¿Cuando piensas irte?.
- Mañana mismo - contesté.
Esa noche preparé mi equipaje. Guardé tristemente mis pocas pertenencias. Dormí intranquilo sintiendo el rechazo como una puñalada. Al día siguiente tomé el primer autobús para Burgos. Dejé en mi cuarto una taza de café aún llena sobre la repisa más alta de la estantería. En las paredes un poster de un cristo cubierto de alambradas auténticas que había recogido exprofeso para realizar mi particular performance de un cristo lacerado. Marchaba en junio, con el COU recién terminado y dos suspensos en el boletín. Debería realizar los exámenes de recuperación de septiembre y, a continuación, la selectividad si quería estudiar alguna carrera el año siguiente. Logré permiso para volver un par de días en septiembre y hospedarme en el ISPE mientras realizaba los exámenes.
Llegué a Burgos un día soleado. Caminaba compungido pensando cómo contar a mis padres que me habían expulsado. Me presenté en casa. Mi madre pensó que venía de vacaciones. Le expliqué que volvía para quedarme. Resumí como pude lo que había pasado y mis padres, dolidos pero comprensivos, no me pidieron más explicaciones.
Estudié en el verano y llegado septiembre me presenté de nuevo en el ISPE. Era extraño encontrar allí a los viejos compañeros: Marcos, Sierra... Me aposenté en mi antigua habitación. Aún permanecía allí la taza de café, ahora cubierta de una gruesa capa de moho. El Cristo de las Alambradas me miraba con reprobación tras las púas metálicas.
Realicé los exámenes y logré aprobarlos. El último día, con las pruebas finalizadas, convencí a Marcos para salir esa noche y acercarnos a Salamanca a ver "El exorcista".
La película era el éxito de taquilla del momento y tenía el punto de morbo que la hacía más apetecible en mis circustancias. Teniendo en cuenta que el ISPE era postulantado y noviciado, la residencia permanecía cerrada a cal y canto por las noches. Salimos subrepticiamente llegadas las 11 de la noche, cuando ya la mayoría se habían retirado a sus habitaciones. Nos escabullimos por una ventana de la planta baja que daba a una zona trasera poco ilumninada y dejamos previsoramente la ventana sin cerrar, apenas encajada para disimular. Con la excitación de lo prohibido paseamos por Salamanca y vimos la película en su última sesión. Hacia las 3 de la madrugada volvimos a la residencia. Cuando nos dispusimos a entrar por la ventana prevista comprobamos horrorizados que la habían cerrado. Nos invadió un miedo cerval. Quedamos paralizados unos minutos acurrucados contra la pared al abrigo de las sombras. Después nos sobrepusimos y empezamos a explorar el contorno del edificio buscando alguna otra ventana abierta. Todas las de la planta baja estaban cerradas a cal y canto.
Después de circundarlo varias veces nos fijamos en un pequeñó ventanuco elevado que daba a las cocinas. Era nuestra única opción. Izado sobre los hombros de Marcos logré alcanzar el pequeño hueco y, metiendo la cabeza por él, penetré en el interior a donde caí desde una altura de 2 metros sin romperme nada aunque con considerable estropicio. No recuerdo exactamente cómo, pero con ayuda de una mesa y decogando parte del cuerpo al otro lado logré izar a mi compañero que finalmente también entró.
Sigilosamente nos dirigimos a nuestros cuartos y nos despedimos deseando que nadie se hubiera enterado.
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