En aquella ocasión nos acercamos al puerto de Canencia. El día estaba trascurriendo como siempre, estupendamente. largo paseo, comida, siesta... Justo en ese momento en que la gente dormita se me ocurrió a explorar un poco los alrededores y me acerqué a lo alto de una pared vertical de piedra granítica. Estuve un rato contemplando el paisaje desde el mirador natural que se abríaq al borde del precipicio. Siguiendo la pared, al costado derecho, se apreciaba un pequeño rincón de tierra en una repisa apenas inclinada con un pino enano. Desde allí y, tras una pequeña pendiente, se ascendía a una atalaya natural aún más alta. No sé cómo pudo ocurrírsema, quizás la escitación del retar al peligro, el colgarme de ese muro natural para avanzar sujeto con las manos del borde hasta hacer pie en la base el pequeño rincón que daba paso a un nivel superior de observación. Una vez colgado, apenas pude avanzar un metro suspendido del borde. Empecé a notar que no llegaría y que tampoco sería capaz de izarme superando los 90 º que formaba la pared con la plataforma. Empecé a tantear con los pies buscando algún reborde donde apoyarme mientras pasaban unos segundos eternos. Notaba picores en el envés de las manos. La adrenalina se había disparado y, ese efecto, lo tengo probado más veces, se produce décimas de segundos después de la percepción de un grave peligro.
Aterrado por mi situación y avergonzado por mi imprudencia empezaba a visualizar mentalmente una caida vertiginosa a lo largo de la parez entre gritos angustiados y un final duro e instantáneo donde los colores pasaban del rojo al negro en un instante.
Finalmente mi pie derecho sujetó la punta en un pequeño reborde. No llegaba a una decena de centímetros pero pude apoyarme en él y recobrar fuerzas un momento. Luego me atreví a mirar hacia abajo y descubrí en primer plano que el pequeño reborde continuaba horizontalmente hacia el rincón deseado. Avanzándo un pie y luego otro, sin dejar de sujetarme con las manos a lo alto de la pared rocosa, llegué a la base del pequeño rincón. Agarré el tronco del pino enano que crecía en un pequeño retal de terreno entre rocas y me izé hasta este abrigo protector.
Justo en ese momento llegó Rafa que, escamado por mi ausencia y mi tardaza, presentía que estuviera en dificultades. Me preguntó qué hacía allí y le tranquilicé:
- Nada, que me he subido hasta aquí para ver mejor el paisaje...
Echó un vistazo al borde rocoso, único acceso posible desde el camino, me miró y no dijo nada.
ya estaba con el corazón en un puño. Madrecita que me dejen como estoy.
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