Hace ya mucho tiempo, más de 22 años atrás, un lalrgo muro de hormigón dividía una nación. Un durísimo telón de acero impedía el tránsito entre las dos Alemanias. Tal día como hoy, el 9 de noviembre de 1989 ese muro se resquebrajaba en toda su longitud. La gente lo tomaba al asalto y se paseaba sobre su borde. Las puertas se abrían empujadas por la multitud.
Este muro de la vergüenza fue el icono que representó durante años la separación entre la vida en el "mundo libre" y la opresiva forma de vivir en la zona de influencia comunista. Con sus caída se precipitó también la de los regímenes comunistas del Este. Un mes después el general Nicolae Ceaucescu, que gobernaba Rumanía con mano de hierro ayudado de la poderosa policía secreta, el Securitate, era derrocado y condenado a muerte en juicio sumarísimo. En los actos violentos que tuvieron lugar en esos días murieron 1104 personas (162 en los últimos días del régimende y 942 en los disturbios ocurridos antes de la toma del poder por parte del nuevo Frente de Salvación Nacional. La mayoría de las muertes ocurrieron en ciudades como Timisoara, Bucaret, Sibio y Arad. El Frente de Salvación Nacional estaba compuesto por representantes de diversos sectores de la sociedad rumana, pero la presencia de los antiguos miembros del Partido Comunista Rumano fue copando prácticamente los principales espacios del poder. Aunque el Frente de Salvación Nacional se ganó la simpatía de varios agentes políticos en todo el mundo, bien pronto el gobierno de Iliescu y Mănescu fue perdiendo credibilidad, tanto en lo interno como en lo externo, pues muchas personas del antiguo régimen se infiltraron para su beneficio personal copando cargos importantes y conspirando para sus propios fines. Ejemplo de ello fue la Mineirada de enero de 1990, cuando los mineros de Valea Juilui acompañados por la policía y convocados por el propio gobierno de Iliescu invadieron las calles de Bucarest para arremeter contra las protestas opositoras al nuevo régimen del FSN.
Mi mujer, Charo, y yo (¡Cómo se nos ocurrirán estas cosas!) emprendimos un viaje precisamente a Rumanía el 15 de agosto de 1990, 7 meses después. Aún se precibían en las calles de Bucaret las huellas de la 3ª mineirada (13-15 de junio de 1990).
Algunos meses después llegó nuestro avión al aeropuerto Otopeni. Guardo algunos apuntes del viaje que os invito a leer. Sólo son de las primeras jornadas, pero sirven para hacerse una idea del estado del país. Son mi personal aportación al 22 aniversario de la caída del muro. Apenas derribado nos trasladamos al otro lado.Esto es lo que vimos.
EUROESTE. 68.900 + 6.000 (t. alta) + 1.600 (visado).
(Descuento 6% por afiliación UGT, pues aún había simpatías y preferencias por los sindicatos de clase en los países del Este)
Estábamos citados en el aeropuerto a las 12 h. (Mostrador de Euroeste. Vuelos internacionales). A las 10, apenas despabilados y duchados y encontrándome yo en plena redacción de una alegación a una multa de tráfico escandalosamente alta que no admitía demora, llegaron el padre y la hermana de Charo –Ana- para llevarnos al aeropuerto. La casa se llenó de prisas paseos nerviosos de Ramón, advertencias sobre la impuntualidad, apresuramientos... Al final logré terminar la redacción de la dichosa alegación y coger al vuelo la cámara de fotos (con las prisas olvidé el flas y me perdí numerosas oportunidades de fotografiar en interiores). Charo terminó también de poner en orden toda la intendencia (que no era poca y de la que siempre se encarga ella porque cree que yo “no lo hago lo suficientemente bien”), así como de realizar los últimos arreglos personales. A las 11. 20 h. salimos hacia el aeropuerto. Nos dirigimos a Barajas vía Velilla- Mejorada-S.Fernando de Henares y en unos 25 minutos estábamos en las puertas de la sala de partidas de vuelos internacionales. Recorrimos 200 m. de stands de diversas compañías turísticas hasta encontrar el mostrador de Euroeste. En esos momentos se ocupaban de otros vuelos y nos citaron para media hora más tarde. Nuestros familiares nos despidieron con el deseo de que lo pasáramos bien y “no nos pasara nada”.
Nos quedaba una hora y media de espera y, como hasta los mejores aeropuertos empiezan a ser aburridos pasados los primeros 15 minutos, hicimos provisión de periódicos y revistas para pasar el rato hasta el embarque. Á eso de la 1, y como no apareciese nuestro vuelo en los paneles informativos, nos dirigimos al stand de información donde nos comunicaron que el vuelo se había retrasado debido a "problemas de enlace". Nueva hora prevista de salida: 2 h.
Hojeando periódicos nos dieron las 3 h. Una llamada megafónica de tonos melodiosos citaba a los pasajeros del vuelo R5 235 con destino Bucarest al comedor del aeropuerto. Se nos hizo la boca agua: ¡Habían tenido el detalle de pagarnos una comida debido al retraso!. Nuestro gozo se fue al pozo un minuto después: ya en la puerta del comedor, a punto de ocupar mesa, la misma voz melodiosa llamaba a los pasajeros de este vuelo a la puerta de embarque.
Pasamos el control de pasaportes y esperamos otra hora más en la zona de tránsito. Después nos enteramos de que otros pasajeros no acudieron inmediatamente y comieron tranquilamente en el comedor del aeropuerto a cuenta de TAROM (Líneas aéreas rumanas). Nosotros aguantamos con un bocadillo pagado a precio de oro y consistente en un bollo que ocultaba dentro una fina lámina de jamón serrano para animar un poco el color (que no el sabor) del pan duro.
Hacia la 4.10 salíamos de la zona de tránsito para acercarnos en autocar hasta la escalerilla del avión. El vehículo se desplazaba entre las pistas donde estaban aparcados modernos DC9 y majestuosos Jumbos de la compañía Iberia y otros modelos, más flamantes aún, de otras compañías europeas. Finalmente paramos al lado de un vetusto cuatrimotor de hélice de aspecto "cacharroso” de la compañía TAROM. La decepción se pintó en la cara de todos los viajeros pero los aviones a hélice daban una pincelada casi de aventura cinematográfica al viaje así que subimos las escalerillas con el ánimo alegre y una cierta curiosidad. Los billetes no indicaban asientos numerados así que elegimos un sitio con ventanillas y sobre las alas. Aunque Charo me recriminó esta elección (que si accidentes, que si vibraciones, dolores de cabeza...), luego resultó ser acertada pues otros lugares del avión vibraban mucho más y tenían un ruido ensordecedor.
Las azafatas de a bordo eran bastante feas. Una de ellas, lo bastante gruesa para ser considerada como exceso de carga y por tanto riesgo para la seguridad aérea, daba la
impresión de llevar algunas copillas de más (más sobrepeso). Se bamboleaba por los pasillos del avión y obstruía el paso a sus propias compañeras durante el trajín de servir o vender a los viajeros los aperitivos y cigarrillos de costumbre. Esta labor la
realizaban con un cierto aire de entusiasmo, pero el servicio de la comida y café (que no les reportaban beneficios personales) estaba marcado por la falta de interés y la desgana.
El avión parecía un hermano civil de algún bombardero de la II Guerra mundial. Tardó 4.30 h. en cruzar todo el sur de Europa de punta a punta. La azafata, en un español bastante malo, había pronosticado 3 h. de vuelo. En la zona baja de los asientos
funcionaba la calefacción mientras que en la parte superior, bajo la repisa de los equipajes, el aire acondicionado congelaba el vapor de la respiración lo que produjo una pequeña lluvia interna cuando se inició el descenso sobre Bucarest y se descongeló el circuito de ventilación. La comida en vuelo no convenció a nadie. En ella apareció el primer tomate de los más de 30 que comeríamos a lo largo de nuestra estancia repartidos en casi todas las comidas. Nadie podía imaginarse que era el anticipo culinario de lo que serían más de 22 comidas hechas con no más de 10 ingredientes distintos durante 11 días. Esta falta de variedad consiguió sacar de quicio al grupo de Españoles multiregionales (sobre todo catalanes, valencianos, madrileños, maños y andaluces) acostumbrados a uno de los espectros alimenticios más variado del mundo. El menú del vuelo consistía en un trocito de mantequilla, un trozo pequeño de camembert, 2 pastitas de té minúsculas y rancias, un tomatito del tamaño de una ciruela, 2 ó 3 rodajas finas de salami, un trozo de filete frito en una grasa ya reseca y de aspecto cerúleo y, para beber, un vaso de vino completamente agriado y un café infame (el primero de una larga lista).
El vuelo se hizo muy largo. Anocheció en el aire y todos nos removíamos apretados en los asientos con el cuerpo molido. Llegamos al aeropuerto Otopeny de Bucarest hacia las 1 h.
Un autobús nos condujo a la zona de tránsito y rápidamente nos dirigimos al control de pasaportes al que llegamos ya con una cola considerable. Apareció al rato un encargado de Euroeste para hacerse cargo de nosotros que nos reunió ante una ventanilla para pasar juntos y rápidamente el control de pasaporte. Nos sentimos vips por un instante, pero después de pasar 15 minutos ante la ventanilla cerrada nos devolvieron a las colas existentes (varias decenas de personas habían ocupado ya nuestros antiguos lugares y tuvimos que ponernos detrás). Estábamos cansados y queríamos llegar al hotel, ducharnos, cenar y dormir (perdonaríamos la juerga esa noche). Muy lentamente nos fue llegando el turno. Al parecer a nosotros nos tocó la fila del "meticuloso”: un aduanero joven que se recreaba manoseando los pasaportes, esperando largos minutos con motivos inexplicables y cabreando a la gente poniendo pegas y haciendo preguntas incomprensibles. Tardamos casi 40 minutos en esperar que acabara con los cuatro que teníamos delante. Confieso que sentí a algo de morbo cuando comenzó con nuestros pasaportes imaginando qué problemas nos plantearía. Mi morbo fue complacido: nuestros billetes incluían el pago del visado y, hasta que no lo hubo preguntado, contrastado y llamado personalmente al encargado de Euroeste, que no aparecía por ningún lado, no puso el sello liberador a ninguno de nuestros pasaportes. Pasamos al fin. Las instalaciones del aeropuerto eran grises, vetustas, sucias, apenas iluminadas... Tras la espera de los pasaportes, la de los equipajes.
La única cinta transportadora de la recogida de maletas apenas funcionó 10 minutos antes de comenzar una serie de convulsiones que finalizaron en un estertor metálico y quedar inmóvil. Una atmósfera caótica embargaba el recinto. La gente, en vista de la situación, se aplicó a la estrategia de buscarse cada uno la vida. Los pasajeros se agolparon sobre la rampa de subida esperando que apareciera su maleta por el pequeño túnel de equipajes. Caminaban por la cinta metálica apartando los bultos ajenos... Al final de la rampa se formaba un atasco de bultos que nadie retiraba (probablemente sus dueños estarían en el control de pasaportes y tenían para rato). Un grupo de tres operarios con monos grasientos empezó a desmontar unas cuantas láminas de la cinta tratando de localizar la avería con ayuda de una linterna. No parecía importarles los grupos de turistas que pasaban sobre la cinta entre ellos o se amontonaban sobre la salida de equipajes. Su interés se centraba en localizar la avería, estaba claro que no tenían demasiada fe en poder arreglarla, probablemente volvería a romperse enseguida en cualquier otro punto de su desgastada maquinaria. Un joven mozo de aspecto desaliñado apareció en la boca de cinta para encargarse, a fuerza de músculos, de retirar las maletas que la cinta vomitaba, a veces en rápidas avalanchas y a veces con desesperante lentitud. En ocasiones no daba abasto pero nadie ayudaba ( "cada cual a lo suyo"). Con ánimo solidario retiré un par de bultos que le estorbaban y un señor se dirigió hacia mí haciendo aspavientos y hablando con voz atropellada. Por lo visto había apartado las maletas de un conocido suyo. Esto me quitó de la cabeza los ánimos solidarios y no moví un dedo hasta que no llegaron nuestras dos maletas que aferré y saqué de allí como de un barco que naufraga ("a cada uno lo suyo").
Habíamos pasado cerca de 1.30 h. esperando los equipajes.
Nos habíamos puesto ya en las 12.30 h. (La hora rumana es una más que en España por estar más al este). Esperamos otros 20 minutos más al autocar (para no perder la costumbre) y salimos hacia el hotel. Los 10 km. que separan el aeropuerto Otopeny de la capital Bucarest son el único tramo de autovía del país. La ruta está pésimamente iluminada, al igual que el resto del país como comprobamos más tarde. A ambos lados de la carretera existen magníficos bosques, pero muy descuidados. La circulación a esa hora era escasa. Nos sorprendimos gratamente al descubrir un 850 fabricado por Fiat entre los vehículos que nos adelantaban. En la ciudad, apenas reconocible entre la débil luz de una escasas farolas, apenas se veía algún transeunte con paso rápido y ensimismado por las aceras. En las fachadas ausencia casi absoluta de luces y letreros luminosos. En esta uniformidad oscura y confusa llegamos al hotel Dorobanti.
El hotel (15 pisos, clase de lujo y 290 habitaciones) puede compararse a un dos o tres estrellas español en instalaciones y servicios y a un una estrella en limpieza. En recepción conocimos a Grigore Gheorghe alias "Gigió (pronunciado a la manera italiana), nuestro guía. Con cierto nerviosismo por lo avanzado de la hora nos repartió apresuradamente las fichas que hay que rellenar al llegar a cada hotel urgiéndonos a realizarlo rápidamente subiendo el equipaje sin pérdida de tiempo para bajar a cenar lo antes posible ya que apenas había podido convencer a los camareros para que esperaran hasta tan tarde (eran aproximadamente la 1 h. de la noche rumana).
Nuestos estómagos se abrieron a la cena sin demasiadas ilusiones. Una sopa típica a base de verduras con algún trocito de carne, un filete parecido al del avión con algún pobre aliño de verduras y una miniensalada individual (como muchas otras que probamos y hecha a base de col troceada y tomate. Durante la cena ensayaban, en un pequeño escenario al fondo del comedor, unas jovencísimas rumanas algunos pasos de baile moderno. Preparaban algún espectáculo. El día no daba para más, estábamos cansados y nos fuimos a dormir. Como postre a las aventuras del día no podía faltar una avería en el ascensor entre el 8º y el 9º piso. Nos quedamos 6 personas atascadas tecleando todos los botones, alarma incluida; dando golpes a las 2 de la noche en un hotel de 15 plantas -yo pensaba en el miedo que tiene Charo a los ascensores...- Finalmente empujando logramos abrir las puertas automáticas y superar el desnivel hasta el piso 9º. Cuando
bajabamos al 8º, que era el nuestro, nos encontramos con el recepcionista que subía apresuradamente desde la planta baja en busca del ascensor averiado y empapado de sudor. Todavía nos esperaba una pequeña sorpresa con las sábanas. La sábana superior tiene forma de saco y una abertura en el centro para permitir que la manta pueda introducirse en ella. Es algo así como la funda de una manta y permite que te puedas dar vueltas en la cama sin descolocar la manta y desarroparte.
Este muro de la vergüenza fue el icono que representó durante años la separación entre la vida en el "mundo libre" y la opresiva forma de vivir en la zona de influencia comunista. Con sus caída se precipitó también la de los regímenes comunistas del Este. Un mes después el general Nicolae Ceaucescu, que gobernaba Rumanía con mano de hierro ayudado de la poderosa policía secreta, el Securitate, era derrocado y condenado a muerte en juicio sumarísimo. En los actos violentos que tuvieron lugar en esos días murieron 1104 personas (162 en los últimos días del régimende y 942 en los disturbios ocurridos antes de la toma del poder por parte del nuevo Frente de Salvación Nacional. La mayoría de las muertes ocurrieron en ciudades como Timisoara, Bucaret, Sibio y Arad. El Frente de Salvación Nacional estaba compuesto por representantes de diversos sectores de la sociedad rumana, pero la presencia de los antiguos miembros del Partido Comunista Rumano fue copando prácticamente los principales espacios del poder. Aunque el Frente de Salvación Nacional se ganó la simpatía de varios agentes políticos en todo el mundo, bien pronto el gobierno de Iliescu y Mănescu fue perdiendo credibilidad, tanto en lo interno como en lo externo, pues muchas personas del antiguo régimen se infiltraron para su beneficio personal copando cargos importantes y conspirando para sus propios fines. Ejemplo de ello fue la Mineirada de enero de 1990, cuando los mineros de Valea Juilui acompañados por la policía y convocados por el propio gobierno de Iliescu invadieron las calles de Bucarest para arremeter contra las protestas opositoras al nuevo régimen del FSN.
Mi mujer, Charo, y yo (¡Cómo se nos ocurrirán estas cosas!) emprendimos un viaje precisamente a Rumanía el 15 de agosto de 1990, 7 meses después. Aún se precibían en las calles de Bucaret las huellas de la 3ª mineirada (13-15 de junio de 1990).
Lo que había ocurrido allí era una concentración pacífica de unos 50.000 manifestantes, la mayor parte estudiantes, cuyas diversas reivindicaciones pueden resumirse en una palabra: democracia. Llevaban protestando en la plaza de la Universidad desde el 22 de abril. El resultado: Al menos 7 muertos y cientos de heridos. A las 4 de la mañana del 14 de junio llegan a Gara de Nord (estación de tren de Bucarest) varios miles de mineros del valle del Jiu armados con palos y barras de hierro, liderados por Miron Cozma. Otros muchos vendrían en autobuses y camiones; en total unos 10.000. Recibidos por miembros de los servicios secretos, son repartidos por lugares estratégicos de la ciudad. Con una brutalidad fuera de lo común, los mineros arrasan las Facultades de Matemáticas, Geología y Arquitectura, atacando a todas las personas con aspecto de intelectuales o estudiantes que se encuentran. Golpean brutalmente a varios cientos de manifestantes. Las fuerzas del orden y el ejército adoptan una actitud pasiva.
Más tarde vuelcan su ira contra los partidos de la oposición. Arrasan y saquean la sede del PNTCD y del PNL, donde pretenden haber encontrado “drogas, armamento, municiones y máquinas de escribir automáticas (sic)”. Por la tarde Bucarest es una ciudad fantasma. Grupos de mineros armados patruyan la ciudad y golpean a todos “los intelectuales, las personas con barba o los que llevan ropas extrañas”.
Más tarde vuelcan su ira contra los partidos de la oposición. Arrasan y saquean la sede del PNTCD y del PNL, donde pretenden haber encontrado “drogas, armamento, municiones y máquinas de escribir automáticas (sic)”. Por la tarde Bucarest es una ciudad fantasma. Grupos de mineros armados patruyan la ciudad y golpean a todos “los intelectuales, las personas con barba o los que llevan ropas extrañas”.
Algunos meses después llegó nuestro avión al aeropuerto Otopeni. Guardo algunos apuntes del viaje que os invito a leer. Sólo son de las primeras jornadas, pero sirven para hacerse una idea del estado del país. Son mi personal aportación al 22 aniversario de la caída del muro. Apenas derribado nos trasladamos al otro lado.Esto es lo que vimos.
VIAJE RAPIDO A RUMANIA
"RUTA DEL CONDE DRACULA" (15 - 25 de agosto, 1990)
Itinerario de 11 días en régimen de pensión completa.
EUROESTE. 68.900 + 6.000 (t. alta) + 1.600 (visado).
(Descuento 6% por afiliación UGT, pues aún había simpatías y preferencias por los sindicatos de clase en los países del Este)
VIAJE RAPIDO A RUMANIA
"RUTA DEL CONDE DRACULA" (15 - 25 de agosto, 1990)
Itinerario de 11 días en régimen de pensión completa.EUROESTE. 68.900 + 6.000 (t. alta) + 1.600 (visado).
(Descuento 6% por afiliación UGT, pues aún había simpatías y preferencias por los sindicatos de clase en los países del Este)
DIARIO DE VIAJE
Día 15, miércoles.Estábamos citados en el aeropuerto a las 12 h. (Mostrador de Euroeste. Vuelos internacionales). A las 10, apenas despabilados y duchados y encontrándome yo en plena redacción de una alegación a una multa de tráfico escandalosamente alta que no admitía demora, llegaron el padre y la hermana de Charo –Ana- para llevarnos al aeropuerto. La casa se llenó de prisas paseos nerviosos de Ramón, advertencias sobre la impuntualidad, apresuramientos... Al final logré terminar la redacción de la dichosa alegación y coger al vuelo la cámara de fotos (con las prisas olvidé el flas y me perdí numerosas oportunidades de fotografiar en interiores). Charo terminó también de poner en orden toda la intendencia (que no era poca y de la que siempre se encarga ella porque cree que yo “no lo hago lo suficientemente bien”), así como de realizar los últimos arreglos personales. A las 11. 20 h. salimos hacia el aeropuerto. Nos dirigimos a Barajas vía Velilla- Mejorada-S.Fernando de Henares y en unos 25 minutos estábamos en las puertas de la sala de partidas de vuelos internacionales. Recorrimos 200 m. de stands de diversas compañías turísticas hasta encontrar el mostrador de Euroeste. En esos momentos se ocupaban de otros vuelos y nos citaron para media hora más tarde. Nuestros familiares nos despidieron con el deseo de que lo pasáramos bien y “no nos pasara nada”.
Nos quedaba una hora y media de espera y, como hasta los mejores aeropuertos empiezan a ser aburridos pasados los primeros 15 minutos, hicimos provisión de periódicos y revistas para pasar el rato hasta el embarque. Á eso de la 1, y como no apareciese nuestro vuelo en los paneles informativos, nos dirigimos al stand de información donde nos comunicaron que el vuelo se había retrasado debido a "problemas de enlace". Nueva hora prevista de salida: 2 h.
Hojeando periódicos nos dieron las 3 h. Una llamada megafónica de tonos melodiosos citaba a los pasajeros del vuelo R5 235 con destino Bucarest al comedor del aeropuerto. Se nos hizo la boca agua: ¡Habían tenido el detalle de pagarnos una comida debido al retraso!. Nuestro gozo se fue al pozo un minuto después: ya en la puerta del comedor, a punto de ocupar mesa, la misma voz melodiosa llamaba a los pasajeros de este vuelo a la puerta de embarque.
Pasamos el control de pasaportes y esperamos otra hora más en la zona de tránsito. Después nos enteramos de que otros pasajeros no acudieron inmediatamente y comieron tranquilamente en el comedor del aeropuerto a cuenta de TAROM (Líneas aéreas rumanas). Nosotros aguantamos con un bocadillo pagado a precio de oro y consistente en un bollo que ocultaba dentro una fina lámina de jamón serrano para animar un poco el color (que no el sabor) del pan duro.
Hacia la 4.10 salíamos de la zona de tránsito para acercarnos en autocar hasta la escalerilla del avión. El vehículo se desplazaba entre las pistas donde estaban aparcados modernos DC9 y majestuosos Jumbos de la compañía Iberia y otros modelos, más flamantes aún, de otras compañías europeas. Finalmente paramos al lado de un vetusto cuatrimotor de hélice de aspecto "cacharroso” de la compañía TAROM. La decepción se pintó en la cara de todos los viajeros pero los aviones a hélice daban una pincelada casi de aventura cinematográfica al viaje así que subimos las escalerillas con el ánimo alegre y una cierta curiosidad. Los billetes no indicaban asientos numerados así que elegimos un sitio con ventanillas y sobre las alas. Aunque Charo me recriminó esta elección (que si accidentes, que si vibraciones, dolores de cabeza...), luego resultó ser acertada pues otros lugares del avión vibraban mucho más y tenían un ruido ensordecedor.
Las azafatas de a bordo eran bastante feas. Una de ellas, lo bastante gruesa para ser considerada como exceso de carga y por tanto riesgo para la seguridad aérea, daba la
impresión de llevar algunas copillas de más (más sobrepeso). Se bamboleaba por los pasillos del avión y obstruía el paso a sus propias compañeras durante el trajín de servir o vender a los viajeros los aperitivos y cigarrillos de costumbre. Esta labor la
realizaban con un cierto aire de entusiasmo, pero el servicio de la comida y café (que no les reportaban beneficios personales) estaba marcado por la falta de interés y la desgana.
El avión parecía un hermano civil de algún bombardero de la II Guerra mundial. Tardó 4.30 h. en cruzar todo el sur de Europa de punta a punta. La azafata, en un español bastante malo, había pronosticado 3 h. de vuelo. En la zona baja de los asientos
funcionaba la calefacción mientras que en la parte superior, bajo la repisa de los equipajes, el aire acondicionado congelaba el vapor de la respiración lo que produjo una pequeña lluvia interna cuando se inició el descenso sobre Bucarest y se descongeló el circuito de ventilación. La comida en vuelo no convenció a nadie. En ella apareció el primer tomate de los más de 30 que comeríamos a lo largo de nuestra estancia repartidos en casi todas las comidas. Nadie podía imaginarse que era el anticipo culinario de lo que serían más de 22 comidas hechas con no más de 10 ingredientes distintos durante 11 días. Esta falta de variedad consiguió sacar de quicio al grupo de Españoles multiregionales (sobre todo catalanes, valencianos, madrileños, maños y andaluces) acostumbrados a uno de los espectros alimenticios más variado del mundo. El menú del vuelo consistía en un trocito de mantequilla, un trozo pequeño de camembert, 2 pastitas de té minúsculas y rancias, un tomatito del tamaño de una ciruela, 2 ó 3 rodajas finas de salami, un trozo de filete frito en una grasa ya reseca y de aspecto cerúleo y, para beber, un vaso de vino completamente agriado y un café infame (el primero de una larga lista).
El vuelo se hizo muy largo. Anocheció en el aire y todos nos removíamos apretados en los asientos con el cuerpo molido. Llegamos al aeropuerto Otopeny de Bucarest hacia las 1 h.
La única cinta transportadora de la recogida de maletas apenas funcionó 10 minutos antes de comenzar una serie de convulsiones que finalizaron en un estertor metálico y quedar inmóvil. Una atmósfera caótica embargaba el recinto. La gente, en vista de la situación, se aplicó a la estrategia de buscarse cada uno la vida. Los pasajeros se agolparon sobre la rampa de subida esperando que apareciera su maleta por el pequeño túnel de equipajes. Caminaban por la cinta metálica apartando los bultos ajenos... Al final de la rampa se formaba un atasco de bultos que nadie retiraba (probablemente sus dueños estarían en el control de pasaportes y tenían para rato). Un grupo de tres operarios con monos grasientos empezó a desmontar unas cuantas láminas de la cinta tratando de localizar la avería con ayuda de una linterna. No parecía importarles los grupos de turistas que pasaban sobre la cinta entre ellos o se amontonaban sobre la salida de equipajes. Su interés se centraba en localizar la avería, estaba claro que no tenían demasiada fe en poder arreglarla, probablemente volvería a romperse enseguida en cualquier otro punto de su desgastada maquinaria. Un joven mozo de aspecto desaliñado apareció en la boca de cinta para encargarse, a fuerza de músculos, de retirar las maletas que la cinta vomitaba, a veces en rápidas avalanchas y a veces con desesperante lentitud. En ocasiones no daba abasto pero nadie ayudaba ( "cada cual a lo suyo"). Con ánimo solidario retiré un par de bultos que le estorbaban y un señor se dirigió hacia mí haciendo aspavientos y hablando con voz atropellada. Por lo visto había apartado las maletas de un conocido suyo. Esto me quitó de la cabeza los ánimos solidarios y no moví un dedo hasta que no llegaron nuestras dos maletas que aferré y saqué de allí como de un barco que naufraga ("a cada uno lo suyo").
Habíamos pasado cerca de 1.30 h. esperando los equipajes.
Nos habíamos puesto ya en las 12.30 h. (La hora rumana es una más que en España por estar más al este). Esperamos otros 20 minutos más al autocar (para no perder la costumbre) y salimos hacia el hotel. Los 10 km. que separan el aeropuerto Otopeny de la capital Bucarest son el único tramo de autovía del país. La ruta está pésimamente iluminada, al igual que el resto del país como comprobamos más tarde. A ambos lados de la carretera existen magníficos bosques, pero muy descuidados. La circulación a esa hora era escasa. Nos sorprendimos gratamente al descubrir un 850 fabricado por Fiat entre los vehículos que nos adelantaban. En la ciudad, apenas reconocible entre la débil luz de una escasas farolas, apenas se veía algún transeunte con paso rápido y ensimismado por las aceras. En las fachadas ausencia casi absoluta de luces y letreros luminosos. En esta uniformidad oscura y confusa llegamos al hotel Dorobanti.
El hotel (15 pisos, clase de lujo y 290 habitaciones) puede compararse a un dos o tres estrellas español en instalaciones y servicios y a un una estrella en limpieza. En recepción conocimos a Grigore Gheorghe alias "Gigió (pronunciado a la manera italiana), nuestro guía. Con cierto nerviosismo por lo avanzado de la hora nos repartió apresuradamente las fichas que hay que rellenar al llegar a cada hotel urgiéndonos a realizarlo rápidamente subiendo el equipaje sin pérdida de tiempo para bajar a cenar lo antes posible ya que apenas había podido convencer a los camareros para que esperaran hasta tan tarde (eran aproximadamente la 1 h. de la noche rumana).
Nuestos estómagos se abrieron a la cena sin demasiadas ilusiones. Una sopa típica a base de verduras con algún trocito de carne, un filete parecido al del avión con algún pobre aliño de verduras y una miniensalada individual (como muchas otras que probamos y hecha a base de col troceada y tomate. Durante la cena ensayaban, en un pequeño escenario al fondo del comedor, unas jovencísimas rumanas algunos pasos de baile moderno. Preparaban algún espectáculo. El día no daba para más, estábamos cansados y nos fuimos a dormir. Como postre a las aventuras del día no podía faltar una avería en el ascensor entre el 8º y el 9º piso. Nos quedamos 6 personas atascadas tecleando todos los botones, alarma incluida; dando golpes a las 2 de la noche en un hotel de 15 plantas -yo pensaba en el miedo que tiene Charo a los ascensores...- Finalmente empujando logramos abrir las puertas automáticas y superar el desnivel hasta el piso 9º. Cuando
bajabamos al 8º, que era el nuestro, nos encontramos con el recepcionista que subía apresuradamente desde la planta baja en busca del ascensor averiado y empapado de sudor. Todavía nos esperaba una pequeña sorpresa con las sábanas. La sábana superior tiene forma de saco y una abertura en el centro para permitir que la manta pueda introducirse en ella. Es algo así como la funda de una manta y permite que te puedas dar vueltas en la cama sin descolocar la manta y desarroparte.
Estos son los apuntes tomados en el viaje. Como siempre, al segundo o tercer día, olvidas o sientes pereza por continuar un diario. Aquí terminan pues las observaciones diarias. De este viaje, sin embargo, quedan otros recuerdos que, tamizados y distorsionados por el tiempo, aún persisten en la memoria.
Era Rumanía una nación convulsa. El dictador Ceaucescu había caídos apenas unos meses antes. Aún quedaban en las plazas, apoyadas contra las fuentes, ramos de flores por los héroes caídos en las calles en la lucha contra la dictadura. Apenas habían pasado dos meses desde la tercera mineirada en la que unos 10000 mineros apoyados por los servicios secretos se enfrentaron con los estudiantes e intelectuales que un un mes antes llegaron a manifestarse en número de 50000 por las calles.
Los primeros días de nuestra estancia, en Bucarest, salimos a veces a pasear a última hora de la tarde. Estaban las avenidas acordonadas y estaban convocadas manifestaciones. Pese al espanto de nuestras compañeras (o precisamente por ello) algunos nos acercamos a contemplar estas marchas que resultaron ser pacíficas. Regresamos al redil turístico entre el alivio de nuestras compañeras de ruta.
Las compras fueron una decepción. No había muchos comercios (y se suponía que estábamos en el centro comercial de la ciudad). Visitamos unos grandes almacenes (como el Corte Inglés, pero todo en gris). Contemplamos con sorpresa como, planta tras planta, se extendías estanterías idénticas con idéntico producto cientos, miles de veces repetido. La escasez, el desabastecimiento desde el abandono del bloque del Este europeo tenía a los comercios vacíos. Comentábamos desolados la triste impresión en las puertas del gran establecimiento cuando una pareja del grupo nos mostró excitada la adquisición, a precios de ganga, de un magnífico juego de compases made in RDA. Una multitud de ociosos se agolpó a nuestro alrededor y al observar el interés que mostraban los turistas occidentales por esos objetos subieron a toda prisa a la planta con intención de comprar todas las existencias y revenderlas.
En los comercios pequeños había algo de artesanía. Compramos unos curiosos platos grabados con figuras geométricas y concéntricas, aparte de un ajedrez de madera a precio de saldo y unas curiosas pipas de madera con las cazoletas esculpidas a modo de cabeza. Cuando le pedimos 3 ejemplares el empleado dudó en aceptar la venta. La compra de tres objetos idénticos constituías un acto de consumismo desacostumbrado en el país.
Entre los mitos proclamados de boca en boca entre los turistas figuraba la posibilidad de adquirir violines artesanales a precios irrisorios. No dejó de ser un mito. Además de la dificultad de encontrar comercios musicales, sería dudosa la calidad, e incluso el precio de este producto. Igualmente la compra de arte (entre nosotros viajaba el propietario de una galería de arte de Madrid) nos interesó en algún momento. Aunque encontramos algún taller y galería con pequeñas tablas o iconos ortodoxos a la venta, no pudimos realizar ese chollo prometido de comprar obras de jóvenes artistas a precio de ganga (otro mito). Una pequeña tabla, ahora colgada en el salón, con un hermoso caballo al óleo fue nuestro pequeño recuerdo del arte rumano.
Los viajes en autobús estuvieron muy bien amenizados por Gigio que hablaba un español exquisito y, además tenía una hermosa voz atiplada. Le gustaba cantar, tocar la guitarra, escribir y recitar poemas. Gracias a él se hicieron más soportables las 3 horas que pasamos sentados en la acera de un pequeño pueblo mientras el conductor arreglaba una rueda pinchada (nadie le ayudó; fue nuestra pequeña venganza por las continuas mentiras y pequeñas estafas a que nos quiso someter: desde intentar conmovernos con falsas multas de tráfico que le habrían puesto para llevarnos –según él- más rápido, hasta el trapicheo con el depósito de gasolina cerca de la frontera rusa, pasando por rutas amañadas para llevarnos a lugares donde recibía comisión). Al año siguiente nos escribimos varias veces. Yo le mandé alguna edición de clásicos españoles y algunas cintas de Serrat y él me enviaba algunas cartas en las que hablaba de la posibilidad de realizar algún viaje a España e incluso a buscar trabajo aquí. Me pedía que oficiara de padrino y que, mejor, no le contara nada a su mujer…
Monumentalmente resultó decepcionante. Las actividades arqueológicas y la conservación no están desarrolladas. Es seguro que Rumanía (topónimo con clara alusión romana) posee restos del imperio más que interesantes. Pero no ha sido una prioridad sacarlos a la luz. Vimos algunas ruinas decepcionantes. Capítulo aparte merecen los monasterios pintados. Llama mucho la atención de los españoles ver que las iglesias se pintan por fuera más incluso que lo que están por dentro. Ese aparente sinsentido se explica por la necesidad de ofrecer al público (que tenía que quedarse fuera por falta de aforo) la posibilidad de contemplar las imágenes religiosas (a modos de grandes pantallas hoy, digamos).
Otra decepción fue la visita al castillo de Drácula (El castillo del conde Vlad). No es tan tétrico como uno se imagina.
La parte más hermosa se halla en Transilvania. Sin alcanzar el tamaño y aspereza de las cordilleras españolas, sus montañas suaves y colinas redondeadas ofrecen un hermoso paisaje.
Cuando nos hospedamos en uno de los hoteles, tipo alpino, de la zona, los más trasnochadores del grupo acudieron a un local animado con una orquestilla. Llegaron algo tarde, pasadas las 11. Los músicos estaban terminando su repertorio y empezaron a recoger para retirarse. Los españoles que llegaban, mostraron su desilusión por la finalización de la música y pidieron al dueño que pusiera más ambiente…
El dueño habló con los miembros de la pequeña orquesta que ya se preparaban para marcharse y estos, resignados y cansinos, volvieron a sacar sus instrumentos y arrancarse con nuevas piezas musicales. Los turistas, sorprendidos –y algo avergonzados- le explicaron al dueño que sólo pretendías un poco de música (la radio, un tocadiscos…) y que su intención no era obligar a los pobres músicos a tocar para cuatro gatos toda la noche. Al final, músicos, turistas y dueño; pasaron una agradable velada entre invitaciones a copas, regalo de tabaco y juerga española. Paga el turista.
Y pocos recuerdos más, a bote pronto, de ese viaje a la Rumanía recién liberada. Aún no sé porqué se nos ocurrió ir justamente allí en el momento en que el país recién transitaba hacia la democracia. Me llevo las ganas de probar el pesado (tan sólo probamos unos pequeños peces en la orilla del Mar Negro), beber el buen vino del país (su distribución estaba aún sujeta al antiguo sistema comunista: podías encontrar uno magnífico o no conseguir nada de nada con las mejores viñas a la vista) y una noche con diarrea que intenté superar con unos antibióticos que, una compañera enfermera, me consiguió. Al día siguiente mi estómago estaba como nuevo pero mi oído se resintió. Por primera vez fui consciente de que Charo me estaba hablando y yo apenas la oía.
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