jueves, 9 de enero de 2014

En la tubería del olvido


Luis Huertas Castel eligió hace cinco años apartarse de sus conocidos y enterrarse él mismo en las entrañas de la tierra en un féretro de cemento en forma de tubo bajo el río Ebro. 
No quería que sus familiares sufrieran por su causa: "Yo ya en esta vida no hago nada", decía. Tras un diagnóstico de cáncer decidió alejarse sin ruido de su mundo de divorciado con hermanas, hija  y nieta y sumergirse en el olvido. 

Yo, como él, también he pensado alguna vez en deslizarme por el mundo del abandono, de la dejadez, envuelto en las pobres ropas del día y vivir, al capricho de la fortuna, vagabundeando por ahí, donde la suerte me lleve. No me gusta la mendicidad (Luis Huertas no era un mendigo: disfrutaba de una sobrada pensión) ni la indigencia. Siempre he querido contrastar ese halo de romanticismo de la vida bohemia con la cruda realidad de la suciedad y las ratas de un edificio abandonado, un húmedo sótano solitario o una tubería olvidada. Probablemente bastaría una noche para aborrecer el intento, pero no me sustraigo a la idea de intentarlo alguna vez. Aún tengo en la retina las viejas imágenes del cineclub donde proyectaban la película de Èric Rohmer "El signo del León", la historia de un vagabundo que me impresionó. 

Trágico y tierno ese intento por no molestar a nadie. La madre tierra devora a sus hijos y Luis decidió facilitarle la tarea introduciéndose por su cuenta en su mismo esófago. 

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Esta obra de Jesús Marcial Grande Gutiérrez está bajo una 

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